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Ética flechada

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Sordos y ciegos se han tornado quienes no ven en los países vecinos, en el nuestro o en Venezuela la incipiente corrupción, en algún caso hasta la más terrible de las corrupciones, y el abuso del poder político, militar y económico.

Sordos y ciegos se han tornado quienes no ven en los países vecinos, en el nuestro o en Venezuela la incipiente corrupción, en algún caso hasta la más terrible de las corrupciones, y el abuso del poder político, militar y económico.

El pueblo no tiene cómo defenderse de los excesos cuando la corrupción no se reconoce, no se denuncia y no se juzga por una Justicia independiente. El primer paso es la condena social a los hechos de corrupción, luego será la Justicia la que determinará la responsabilidad subjetiva de cada uno de los implicados, pero justificar lo injustificable y tratar de generar historias de víctimas y victimarios hace mucho mal a la confianza de quien cuenta las historias.

Es indiferente cómo se han utilizado los recursos públicos, si para beneficio propio, de un partido o de una campaña, sólo debieron ser utilizados en bien del pueblo, en el marco de las normas vigentes. A medida que todo se justifica, que todo da igual, la sociedad va perdiendo los valores, la sociedad lentamente va anestesiándose y perdiendo la capacidad de asombro frente a los hechos que van corroyendo los pilares de los sistemas jurídicos tradicionales.

En el presente párrafo resumiré algunos conceptos de la Convención contra la Corrupción de Naciones Unidas, ratificada por Uruguay en enero de 2007, que conviene recordar ante la renuencia a investigar variados hechos presuntamente delictivos, denunciados en la prensa. Así, la Convención expresa en forma sucinta: “La corrupción atenta contra la democracia y el Estado de Derecho, viola los derechos humanos, menoscaba la calidad de vida, afecta a los más pobres pues desvía los fondos destinados al desarrollo hacia los patrimonios de los corruptos y permite el florecimiento de la delincuencia organizada, el terrorismo y otras amenazas a la seguridad humana”.

Dicha Convención, poco mencionada en nuestro país en los últimos tiempos, insta a los Estados a tipificar como delito la apropiación indebida u otras formas de abuso de funciones y la malversación de bienes públicos en beneficio propio o de terceros. Del mismo modo exhorta a los Estados a tipificar como un accionar delictivo el enriquecimiento ilícito, es decir, el incremento significativo del patrimonio de un funcionario público respecto de sus ingresos legítimos que no pueda ser razonablemente justificado por él.

Otro aspecto de relevancia es que la Convención requiere de los Estados que adopten medidas para que las personas que sean víctimas de corrupción tengan derecho a iniciar una acción legal contra los responsables de esos daños y perjuicios a fin de obtener indemnización. Quizás sufrir en patrimonio propio los efectos de las malas acciones sea disuasivo para futuras oportunidades.

Frondosa normativa se ha dictado recientemente en relación a la transparencia fiscal, en aras de cumplir con estándares internacionales, avanzando sobre los derechos de los privados, pero poco esfuerzo se ve en poner en práctica las normas contenidas en las Convenciones contra la Corrupción referidas a funcionarios públicos, tanto la de Naciones Unidas ya mencionada, como la Convención Interamericana ratificada en julio de 1998. Estas Convenciones pretendieron proteger a los ciudadanos de los dislates del poder.

Si de igualdad se trata, ¿qué hace diferente a la elite del poder del ciudadano de a pie en cuanto a la responsabilidad por las conductas no éticas?

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Casilda Echevarría

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